“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13)

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1 de octubre de 2025
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Francisco Novoa

In memoriam Pbro. Omar Muñoz Uribe

“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13) no es la consigna de una voluntad invencible ni una promesa de resultados ilimitados, sino la comprobación de una fuerza recibida que se aprende en la escuela de la vulnerabilidad. Pablo escribe esa frase tras un camino en el que ha conocido la escasez y la abundancia, la honra y la humillación, y solo entonces puede decir que “todo lo puede”, porque ha descubierto que la estabilidad no proviene del humor del día ni de la suma de logros, sino de una unión que lo sostiene cuando las circunstancias cambian y también cuando se estancan. El “todo” no amplía las metas, profundiza la fuente: no se trata de multiplicar conquistas, sino de habitar el presente sin quebrarse, con una fortaleza que no nace del impulso voluntarista, sino de una relación que confiere medida, paciencia y lucidez.

Confiar en Cristo, por eso, no borra la cruz ni convierte el sufrimiento en un mero trámite espiritual; más bien permite vivirlo de otro modo, sin negar su peso y sin absolutizarlo. El consuelo cristiano no funciona como olvido ni como anestesia, sino como presencia que acompasa el paso y ordena el ánimo para que el dolor no lo inunde todo. Frente al duelo, la fe no invita a “superar” lo que hiere, como si la pena se resolviera por acumulación de actividades o por distracción; invita a reconocerla y a integrarla con gestos discretos que vuelven habitable el día: recordar sin deshacerse, conservar palabras que han dado sentido, compartir la mesa con quienes sostienen y, en ese mismo movimiento, reabrir la gratitud por lo que permanece. La fortaleza creyente es menos espectacular que decidida: permite levantarse cuando cuesta, agradecer sin negar las pérdidas y esperar sin convertir la esperanza en ingenuidad.

Esta comprensión también corrige la medida del éxito, tan tentadora en tiempos de exposición permanente y cálculo estratégico. Importa menos la visibilidad que la coherencia interior, menos la eficacia inmediata que la fidelidad perseverante, menos la narrativa sin fisuras que la verdad de una vida que reconoce límites y aprende a caminar con ellos. La gracia, entonces, deja de confundirse con mérito y vuelve a ser lo que es: don que habilita, corrige y reorienta, y que en su misma gratuidad desautoriza cualquier pretensión de autosuficiencia. Desde ahí se entiende que la oración cotidiana y el trabajo silencioso no son refugios intimistas ni gestos de autoayuda, sino el humus donde se forja una libertad capaz de sostener el peso de la jornada sin evadirse y sin endurecerse.

La caridad fraterna nace de ese realismo y lo lleva a su forma pública: la pregunta dirigida a Caín –¿soy yo el guardián de mi hermano?– deja de ser una acusación lejana y se convierte en criterio para discernir si la fe se ha encarnado o solo se declama. No basta con pertenecer a un grupo o identificarse con una tradición; la comunidad cristiana se verifica cuando la oración y la responsabilidad mutua se entrelazan, cuando el cuidado del otro –su nombre, su historia, su necesidad concreta– deja de ser un tema abstracto y se vuelve una práctica estable. La fraternidad no reemplaza la vida espiritual, pero tampoco la vida espiritual reemplaza la fraternidad: se requieren y se purifican mutuamente, porque sin el otro la piedad se vuelve solipsista, y sin la oración el servicio se agota en activismo.

La resurrección confirma este estilo de vida precisamente porque no elimina las llagas del Crucificado, sino que las incorpora al modo nuevo de existir que inaugura; por eso el consuelo no consiste en borrar la memoria de lo sufrido, sino en impedir que esa memoria se clausure sobre sí misma. “Todo lo puedo” no autoriza proyectos sin discernimiento ni promete inmunidad frente a la adversidad; habilita, más bien, la decisión cotidiana de comenzar de nuevo con la libertad de quien sabe que no camina solo, que puede pedir ayuda cuando flaquea y ofrecerla cuando otro se detiene, que puede llorar sin vergüenza y agradecer sin romanticismos, que puede servir con lo que tiene, del modo que hoy es posible, y esperar sin desesperar.

Si hay una enseñanza que atraviesa esta reflexión es que la fortaleza cristiana no compite con la fragilidad, la hospeda; no confunde fidelidad con perfeccionismo ni esperanza con escapismo; no reduce la fe a resultados ni la convierte en un adorno moral. Se trata, en definitiva, de permanecer en Aquel que conforta y, desde esa permanencia, sostener una vida que, aunque adolorida, no se quiebra y es capaz de volver fecundo lo que parecía estéril. Ahí se entiende, con una sobriedad que no necesita proclamas, que el “todo” de Pablo no infla la voluntad, sino que ensancha el corazón para atravesar el día con la consistencia serena de quien ha encontrado su medida.

Francisco Novoa Rojas
Académico Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía