No hay duda de que una de las principales características y aportes de lo que llevamos de siglo XXI es el cuestionamiento y, en el mejor de los casos, la superación de los estereotipos. Esta ha sido otra de las generaciones que ha puesto “patas arriba” el curso de la historia, y aquello que parecía establecido y cimentado se ha sometido al yugo del rigor del pensamiento humano para que este le sirva y no le ataque.
En este contexto, hemos sido testigos de cómo, de buena manera, se ha cuestionado lo que culturalmente significa ser varón o mujer, esposo o esposa. Hemos resignificado nuestras relaciones familiares, laborales y también las amistades. Atrás ha quedado, al menos en gran parte, la obediencia sin comprensión o la idea de considerar familia a quienes siempre han permanecido ausentes.
Y como los humanos somos seres situados, este mismo gesto se ha extendido hacia las distintas formas de animalidad. Cada vez es más común encontrar alternativas sintéticas a los cueros, se han descartado formas de exposición animal y hasta los zoológicos han mutado en centros de rehabilitación o integración. Aquello que desde siempre parecía inferior a nosotros, los humanos, ha sido cuestionado, y hemos reconocido que, como animales, también podemos relacionarnos con otras especies, integrando a nuestras familias gatos, perros y diversas formas de compañía.
Los estereotipos, por tanto, han ido siendo superados y, aunque siempre hay extremos absurdos y negaciones ridículas, todavía nos queda avanzar en aquello que Aristóteles denominaba la vida vegetativa. Seguimos sujetos a los estereotipos de las revistas europeas o estadounidenses, con jardines repletos de plantas bonitas, árboles y arbustos perfectamente podados, pastos falsamente verdes y ornamentaciones artificiales. El riesgo para la vida vegetal radica en permitir que especies invasoras ocupen el espacio de las nativas, lo que tiene consecuencias graves para las demás formas de vida: insectos sin alimentación, animales sin forraje y humanos sobrecargados de alergias, medicamentos y sin capacidad de apreciar lo que es propio de nuestra tierra.
En definitiva, la superación de los estereotipos no puede limitarse al ámbito humano ni animal, sino que debe alcanzar también a la vida vegetal, tantas veces ignorada o instrumentalizada. Reconocer el valor propio de lo vegetal implica asumir que nuestra relación con el entorno no es de dominio ni de simple disfrute estético, sino de co-pertenencia. Cuidar las especies nativas y permitir que la tierra respire en su diversidad no es una moda ecológica, sino un acto de justicia hacia el modo más silencioso de la vida. Quizás solo cuando aprendamos a mirar un árbol sin pretender corregirlo o embellecerlo podamos decir que hemos vencido realmente los estereotipos que nos separan de lo que somos también nosotros: seres vivientes.
Francisco Novoa Rojas
Académico Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía