¿Es cierto que nada sabemos del destino de la vida humana? ¿Somos libres o estamos obligados a definir el sentido y el significado último de nuestra propias vidas? Si nuestra vida no tuviera ningún significado, ¿podríamos concebir si quiera la pregunta por el significado de la misma? Si nuestra vida tiene un propósito, éste debería ser entonces relevante para nuestra vida diaria. Si la muerte es el fin absoluto de nuestra existencia, y si la meta de nuestra vida ha de ser alcanzada antes de nuestra muerte, entonces seguramente intentaríamos vivir de manera diferente. ¿Cómo tomaríamos decisiones deliberadas en situaciones cruciales sin ninguna idea del significado de nuestra vida? ¿Es in-significante (así con guión) morir por un ideal? Gandhi decía: “Por ningún ideal estoy dispuesto a matar, pero sí estoy dispuesto a morir”. ¿Es la supervivencia a toda costa el valor absoluto? ¿Ha sido un fracaso la vida de quienes han sacrificado su vida por otros? ¿Hay racionalidad en todo esto?
Las reacciones más frecuentes que encontramos a este respecto es el escepticismo y el rechazo. Incluso la mayoría de los creyentes son incapaces de articular de una manera significativa lo que creen. Es típico en nuestra cultura que gente seria, incluso científicos, creen que ellos saben con total claridad y sin mayor aspaviento que no hay vida tras la muerte. Esa gente seria siente que no tiene ninguna necesidad de estudiar Teología para sostener eso, lo saben de manera cuasi-intuitiva. Esto tiene dos lados, uno positivo: pues se muestra que una postura teológica es algo que todos tenemos; y, por otro lado, también se revela que la ligereza campea en las materias teológicas. Es bastante común olvidar que un juicio teológico que niega exige tanta demostración como uno que afirma. Como la historia de la teología ortodoxa ha mostrado, saber lo que Dios no es requiere un profundo conocimiento de lo que Dios es.
Yuval Harari, historiador “best seller”, sostiene que el ser humano ha inventado dos grandes fantasías muy exitosas: Dios y también el Dinero. Creyentes bien educados en la teología de la Vida Eterna están normalmente bien familiarizados con la tesis de que ella es sólo una proyección del deseo o simplemente una piadosa imaginación con el propósito de distraernos de las tareas y responsabilidades del mundo presente. ¡Quién no está hoy en día al tanto de la crítica marxista a la religión!
Una peculiaridad de la Vida Eterna es que desafía nuestro entendimiento. No en el sentido de que sea absurda (sin ofender a Tertuliano con su “Credo quia absurdum”, “creo precisamente porque es absurdo”), sino porque interpela mi inteligencia. De hecho, la fe cristiana parece ser una provocación, pues enseña que, en última instancia, el propósito y el resultado de todo lo que hacemos consiste en un saber de algún tipo: “Y la Vida Eterna es ésta: conocerte a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Jn 17,3). Toda actividad humana tiene detrás una especulación intelectual acerca de su fin: ¿Todo para qué? La Vida Eterna tiene, pues, una relevancia racional e intelectual. Ahora bien, el “Opio” (Marx) o la “borrachera imaginativa” (Harari) que el Cristianismo tiene que ofrecer es difícilmente lo que el promedio de la gente hoy tildaría de placer deseable, sin mencionar que el Infierno es también parte componente de la escatología cristiana y difícilmente puede ser eso llamado “opio”.
¿Qué es lo que más importa a todos? A mi parecer, que algo como esto sea real, es decir, verdadero. Alternativas como que la Vida Eterna consiste en que serás recordado por otros, o por tus obras (maestras, algunas), o por haber contribuido a la sociedad (colectivismo marxista), o la elitista “amortalidad” denunciada (correctamente a mi parecer) por Harari, no solventa el problema real. Porque, por ejemplo, la absolutización de la sociedad que hace
Horkheimer (marxista de la 1ª generación de la Escuela de Frankfurt) queda muy incómoda ante la insoportable posibilidad de que la sociedad humana pudiera algún día quedar extinta.
La Vida Eterna nada tiene que ver con el Tarot, la Astrología o el chamanismo. Si la Vida Eterna es en última instancia lo que interesa al ser humano, entonces su relevancia intelectual es crucial. Eso es el saber teológico, que con método y rigor racional, investiga la verdad de la fe, la depura de fantasías, responde rigurosamente a sus críticos y profundiza el saber sobre Dios. Como decía san Agustín en su obra “La Ciudad de Dios”: “Y (para captar) cuánto ama la naturaleza humana el conocimiento acerca de su existencia y cuánto enloquece al ser engañada, bastará con entender el hecho de que preferimos sufrir con la mente sana, que estar contentos en la demencia”. Fides quaerens intellenctum: “la fe busca ser entendida”. Ésa es la tarea de Teología, porque la tarea de todo creyente es pensar la fe. El mundo de hoy necesita intelectuales y profesionales de todo tipo y género, y también necesita de una Teología seria, con método y altura racional e intelectual. Los humanos no podemos pensar sino con la inteligencia y la razón, y con la razón pensamos también la fe revelada. Pensar la Vida Eterna, y la fe en general, sigue siendo intelectualmente relevante para la humanidad también en el siglo XXI.
Dr. Juan Carlos Inostroza Lanas
Académico Facultad Estudios Teológicos y Filosofía